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Alfredo Molano Bravo (1944-2019). Foto: Archivo particular.

DE 'TROCHAS Y FUSILES'

Limpios y comunes

Este es un fragmento del segundo capítulo del libro 'Trochas y fusiles' (1994) de Alfredo Molano. Agradecemos a la editorial Penguin Random House la posibilidad de publicarlo en este especial.

Alfredo Molano Bravo
18 de diciembre de 2019

Los Marín

La violencia no le dio tregua ni a él [Manuel Marulanda] ni a ninguno de nosotros. Se echó a oír de muertos en la zona. Que en la vereda tal amanecieron unos apuñalados, que mataron a fulano en tal sitio, a mengano en tal otro, que incendiaron no sé qué casa. Hasta que los muertos llegaron a El Dovio. Un domingo como a eso de las once de la mañana, cuando la plaza de mercado hervía, se oyeron vivas al partido liberal y en seguida, como si se hubieran puesto de acuerdo, vivas al partido conservador. Vivas a Gaitán y vivas a Laureano, vivas a López y vivas a Mariano, un contrapunteo peligroso, más peligroso aún por el calor que estaba haciendo aquel día. Sin saber cómo, comenzaron a volear panela los que tenían panela, botellas los que vendían cerveza, yuca y plátano los que negociaban con bastimento. Una batalla campal. Al final de la fiesta quedaron cuatro muertos y doce heridos, todos a cuchillo. Al día siguiente comenzaron los rumores de que Lamparilla y Pájaro Azul iban a tomarse el pueblo. Pedro [Marulanda] se fue saliendo porque su idea era hacer moneda y porque además habían matado a su tío José.

Salió con muchos liberales que también huían de la policía y de los pájaros. El Águila, municipio del Valle, se convirtió en el terror porque de allí salían los pájaros más acérrimos, más sectarios y más asesinos. Se sabía que los pájaros eran conservadores, pero no sabíamos que eran pagados por el gobierno, aunque todo el mundo lo sospechaba. De El Dovio salió para Betania, trabajando todavía con la idea de montar un negocio. Allí llegó mucha gente, porque todos tenían la misma ilusión y, claro está, llegaban a la misma parte.

En Betania corrían muchas especies: que los godos, que la policía, que los muertos de tal parte, que los de tal otra, que por aquí, que por allí. En fin, el mismo disco con la misma sangre. Pedro, seguro, decidió quedarse en Betania. Tal vez porque vio que todo andaba igual o por eso que siempre le pasa a uno: que piensa que porque uno está trabajando honradamente —como le han enseñado—, a uno no le pueden hacer nada, ni nadie lo puede atropellar, ni nadie lo puede asesinar. Nosotros recibimos esa educación sana, en el trabajo, y pues uno no desconfiaba de nadie y menos de las autoridades, del señor alcalde, del señor agente. No, eso era imposible.

Al poco tiempo el anuncio se hizo verdad. Llegó Lamparilla con Pájaro Azul a Betania, acompañado de varios tipos mal encarados y bien armados. Venían borrachos, con las bandoleras llenas de parque, montados en buenas bestias. Echaban tiros y vivas al partido conservador y a Laureano. Serían veinte o treinta. La gente comenzó a preguntarse por la policía y llamaron al gobernador para ponerle de presente lo que pasaba. El gobernador mandó arrestar a Lamparilla y a Pájaro Azul, pero dos horas después el alcalde de El Dovio los hizo soltar y los tipos siguieron la juerga. A la salida se trastiaron a los seis policías que había en la cárcel y con ellos se tomaron El Dovio.

Después llegaron a Betania y luego a El Dovio trescientos jinetes armados que asesinaron más de cien personas. Nunca se sabía cuántos liberales caían. Quemaron y saquearon todo el comercio. Policía no había en ninguno de los dos pueblos porque estaban de a caballo obedeciendo órdenes de Lamparilla. A los pocos días cayeron también sobre La Tulia y El Naranjal. Los muertos se iban sumando y los nombres de los bandidos también. Lamparilla, que había sido liberal y se volvió el peor enemigo nuestro, fue el primero que se oyó mentar; después fueron Pájaro Azul y el Vampiro, luego Pájaro Verde y el Veinticinco, el Sesenta y Nueve, el Treinta y Dos. Cada cual tenía su placa, como los carros, y en ella escritos su especialidad y el número de finados que cargaba en los dedos.

De Betania salió Pedro huyendo también, con una procesión larguísima. Los caminos entre La Primavera y Roldanillo, entre El Dovio y Roldanillo, entre El Naranjal y La Primavera, se llenaron de perseguidos. Gente con sus cuatro chinos y sus dos gallinas; otros escoteros, porque no habían tenido tiempo de sacar ni a la mujer. A Roldanillo llegó todo ese mundo de familias empujadas por el miedo. Lo que a la gente le dolía era que las autoridades tenían las manos untadas con esa sangre que se comenzaba a regar.

En Roldanillo los esperaba la gran sorpresa. Miles de familias durmiendo en la plaza, en los corredores, en el atrio de la iglesia. Cocinando en cualquier fogón, guareciéndose con cualquier hule. Todos pidiendo al gobierno una solución, una intervención en contra de los bandidos. La gente necesitaba volver a sus fincas porque muchos habían dejado sus hijos y su mujer, sus maridos, y las cosechas y los animales, y finalmente la tierra. Todo abandonado a la buena de Dios, o de los conservadores, que a veces parecía lo mismo de tanto poder que tenían. Todo mundo quería volver. El alcalde de Roldanillo citó a una reunión y dijo que el que quisiera volver podía volver siempre y cuando firmara un certificado en el que renunciaba —como Lamparilla— a su cuna liberal y se comprometía a votar por el partido conservador. Era una verdadera cédula, un salvoconducto: quien no lo tuviera era liberal, y a los liberales se les quebraba sin preguntarles quiénes eran. El papelito resultaba requisito para volver por la familia y sin tenerlo en el bolsillo no se podía trabajar la tierra. Era todo: título de propiedad, recomendación, seguro de vida. Muchos, pero muchos, tuvieron que firmar, o mejor, poner su huella.

Marulanda comentó después que desde ese día dejó de creer en la policía y en las autoridades. Lamparilla dejó de ser un bandido para convertirse en un funcionario público. Así comenzaba uno a enterarse de que algo grave estaba pasando, algo que nunca había pasado antes. La cosa era oficial, no eran especies que corrieran. El rompecabezas comenzó a armarse, y la gente también.

*

Un domingo, como a las nueve de la mañana, después de una noche en que llovió hasta el mundo de enfrente, se presentaron unos campesinos sin resuello. Temblaban de arriba abajo, venían engarzados y no podían hablar sino por señas. Señalaban para el lado de Tuluá. Cuando se calmaron nos contaron que había habido una masacre en el puente de San Rafael, sobre el río Tuluá, en la bodega de los Arias; que los muertos eran más de veinte y que seguían matando al que llegara, porque lo que habían instalado los señores conservadores era un matadero de liberales. Los Arias eran unos comerciantes liberales muy poderosos que tenían unas bodegas al lado del puente y que compraban todas las cosechas de ese sector: café, plátano, yuca, maíz, frijol, panela. Ellos eran los grandes compradores y vendían al fiado todo lo que los campesinos necesitaban. Eran tan fuertes que competían con los comerciantes de Ceilán. El punto era llegadero de personal de toda esa región. Los domingos se reunían ahí los quinientos, los mil campesinos.

Los pájaros —y ya a esas alturas se contaba entre ellos a la policía, a los guardias de rentas, a los soldados del batallón, a los detectives, al personal de la alcaldía, al alcalde y a todos los conservadores, buenos y malos— habían llegado hacia las tres de la madrugada. Se puestearon en el puente, en las bodegas y en los caminos que ahí se encontraban. A las cinco, cuando comenzaron a llegar los campesinos, los fueron reuniendo frente a la bodega. A las siete ya había más de veinte. Los asesinaron a bala y machete. Comenzaron por los señores Arias. Primero los mataban y luego les cortaban la lengua, o las güevas, un dedo o una oreja. Los asesinos hicieron un cerro con marcas personales para poder cobrar, porque todos esos trabajos eran pagos.

De Ceilán se mandó una comisión a investigar. Ahí iba Marulanda. No pudieron llegar porque hacia arriba subían los godos «mermando la diferencia», como ellos mismos decían. En realidad, en esos sectores no necesitan preguntar quién era liberal; podían disparar a lo que se moviera. En el puente, hacia las once, hicieron otra matazón de todo el personal que llegaba a remesar. Eran tandas como en los mataderos de los pueblos grandes, que no matan al mismo tiempo para que la carne salga siempre fresca. El río Tuluá duró varios días corriendo rojo y desde Ceilán vimos los chulos revolotear una semana entera. Los perros, todos, cogieron camino para el puente de San Rafael. Por eso los godos se pudieron meter a Ceilán. No había quién les ladrara.

Las noticias que la comisión trajo nos pusieron a temblar y a llorar por adelantado. El terror subía en masa por esos caminos. Redoblamos la organización y las comisiones de vigilancia. En vez de cincuenta, nos contamos quinientos. Todos decididos a pelear. Las noches pasaban en vela y en el día no había ni ruidos. Todos esperando, mirando por entre las rendijas de la plaza o del potrero a ver por dónde llegaba la pajaramenta. Pasaba el tiempo y esos malparidos no se hacían presentes.

Una mañana apareció una avioneta botando hojas volantes. El gobierno anunciaba que iba a arreglar el problema, que había ordenado una investigación sobre lo ocurrido en el puente de San Rafael, que las fuerzas armadas y la policía mantenían el control del orden público y que se confiaba en nuestra comprensión y apoyo. La gente, desconfiada al principio, terminó por creerle al gobierno. Tenía miedo. Era muy débil y siempre había respetado la autoridad. Salió de las trincheras, se acomodó de nuevo en sus casas, bajó la guardia y se acostó a dormir sobre la palabra del gobierno. Muchos bajaron al puente de San Rafael: los perros seguían peleando con los gallinazos.

Cuando todo había vuelto a calmarse, una tarde se desató semejante aguacero de bala. De las esquinas del pueblo, del atrio y de la torre, del techo de la alcaldía, de todos lados salía plomo, y siguió saliendo toda la noche. Los vecinos corrían de un lado para el otro, la guardia cívica hizo ochenta disparos, contados, porque era el parque que había. La gente salió corriendo para afuera, a esconderse en el monte. Salían mujeres, unas con zapatos, otras sin zapatos, unas con niños y otras con marido. Mejor dicho, hasta los tullidos corrían. A las dos de la mañana el pueblo era una sola llama, desde la plaza hasta el cementerio. A las cinco llegaron seis camiones y cargaron con todo lo que servía.

Marulanda salió también para el monte y se estuvo por allá guarecido un tiempo. Decía que si a él lo cogían los godos, calculadamente lo salían matando. Pero nunca a nadie le quiso decir qué era lo que había hecho esa noche. Él en eso era muy delicado.

Pasó un buen tiempo en que nadie volvió a saber de Pedro [Marulanda]. Sabíamos que no lo habían matado porque el tío Manuel se veía contento y confiado. Después supimos que él lo alimentaba y le llevaba orientación. Ya en esas Marulanda había hecho promesa de levantarse en armas porque, según el tío, la dirección liberal preparaba, con ayuda de varios generales, un golpe de Estado para no dejar posesionar a Laureano Gómez. Él confió en ese cuento. El golpe, tal como estaba planeado, sí lo dieron, pero al final del gobierno y no al comienzo. Nos hubieran ahorrado mucha sangre.

Más dudas que certezas

Por Alfredo Molano Jimeno*

La gente suele pensar que ser hijo de Alfredo Molano obliga a ser un experto en su obra, que lo lógico es que uno sepa la historia detrás de cada párrafo y la razón de cada punto y coma. En alguna ocasión, atafagado por las preguntas de los curiosos, me prometí que mientras él viviera dedicaría mi tiempo y energía a mirarlo, a acompañarlo, a gozármelo. Apenas he leído cinco o seis de sus veintisiete libros. Entre otras porque veía su impaciencia cuando algún insaciable lector hurgaba sobre pasajes de sus escritos, o cuando lanzaban interpretaciones descabelladas. En más de una ocasión, ante el impulso de leerlo para preguntarle sobre cómo había sido tal o cual pasaje, construí el mantra/calmante de que lo que me correspondía en ese momento era disfrutar su vida, preguntarle de historia, de geografía, por un árbol o algún olor, porque para leerlo tendría el resto de mi vida. Y como el destino es chambón, como él mismo diría, hoy siento el impulso doloroso de querer preguntarle cómo fue que escribió la historia de Marulanda, si fue solo a partir de sus relatos, de los de varias personas, o en qué época le contó su historia. Preguntas, tantas preguntas que quisiera hacerle y que tendré que responderme en adelante intuyendo sus pasos.

*Alfredo es historiador y periodista político del diario El Espectador